El terrorismo, un arma del narcotráfico
Razones
Jorge Fernández Meléndez

EXCÉLSIOR [ (Pág. 8)


Lo ocurrido la noche del martes en Morelia, durante la ceremonia del Grito de la Independencia fue, sencillamente, un atentado: las granadas lanzadas entre la gente que estaba celebrando no buscaban un objetivo concreto, sino lo que constituye la razón de ser de una acción terrorista: matar a inocentes, imponer el terror entre la población, desestabilizar y amedrentar a la sociedad y a las autoridades.

Apenas ayer decíamos que no deberíamos perder el sentido de lo que está sucediendo en la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado: el Estado y la sociedad nos estamos enfrentando a organizaciones que utilizan los métodos de una guerra de guerrillas sin un componente ideológico, sin un objetivo concreto que vaya más allá de desestabilizar para imponer condiciones más cómodas al narcotráfico en todas sus formas. Tampoco deberíamos confundirnos con un punto: para realizar acciones de estas características no se requieren miles de hombres. Lo que se necesita es tener un grupo de operadores sin escrúpulos, pero con recursos y armas.

Sin embargo, no es una muestra de fortaleza sino de debilidad. No es tampoco la primera experiencia internacional que se vive en este sentido. Lo mismo ocurrió en Colombia sobre todo durante la persecución a Pablo Escobar, que terminó operando junto con organizaciones armadas como el M-19, las FARC e incluso con los paramilitares que combatían a las anteriores. Escobar inició un movimiento marcado por carros-bomba, atentados contra la población civil, ejecuciones sumarias en todo el país, una ola indiscriminada de secuestros, el asesinato de varios candidatos presidenciales, era un movimiento desesperado porque se sentía cercado luego de años de casi absoluta libertad de operación. Le trató de dar a ese movimiento un contenido ideológico basado en el rechazo a las extradiciones y cobijado en las posiciones que mantenían los grupos armados: apoyó a candidatos, buscó y obtuvo espacios en el Congreso, cuando fue perseguido por los jueces terminó ocupando e incendiando la Suprema Corte de Justicia. Al iniciar ese recorrido criminal Escobar era considerado casi un Robin Hood, pero terminó siendo el criminal más detestado de Colombia.

Para esos mismos años, la campaña contra la mafia en Italia y particularmente en Sicilia vivió episodios similares. La mafia había ocupado sin problemas los espacios geográficos y el poder en el sur de Italia y tenía aliados poderosísimos en Roma. Cuando se decidió iniciar la lucha contra la mafia también era un momento en el cual existían grupos armados de dudoso origen, como las Brigadas Rojas, y los mafiosos comenzaron a operar con esa dinámica y esa lógica. Si no podían dominar por el poder del dinero lo harían por la intimidación y la violencia. Colocaron coches-bomba, atacaron a la población civil, asesinaron a los principales fiscales que los estaban investigando, entre ellos el muy conocido Giovanni Falcone y su esposa.

No es demasiado diferente lo que estamos viendo en México. Luego de los golpes que ha sufrido en los últimos días, por autoridades y por sus propios rivales, uno de los principales cárteles del narcotráfico, en este caso el denominado La Familia, recurre al terrorismo, a atacar a la población civil para buscar la intimidación de la sociedad y los gobiernos: no hay otra explicación a lo sucedido en Morelia. Y cada vez veremos más a este tipo de organizaciones, a ellas o a sus rivales, realizando estas acciones porque necesitan imponer sus condiciones en el enfrentamiento con el Estado. Y para ello recurrirán a acciones similares a las que podría realizar una organización armada, una guerrilla con inclinaciones terroristas.

Para poder actuar así se requiere un sustento político, aunque los narcotraficantes no lo tengan. En Colombia había, y aún persiste, una guerra abierta, sobre todo en aquellos años. En Italia, se sufrían los embates de grupos como las Brigadas Rojas y otros, de poca presencia social pero militarmente muy agresivos. En México existen grupos armados que operan pero que, según todos los indicadores y salvo situaciones muy peculiares como las que se dan en algunas zonas de Guerrero, Oaxaca o la periferia de la Ciudad de México, no tienen relación con los grupos del narcotráfico. Pero se equivocan al considerar y difundir que los operativos contra el narcotráfico en realidad no están destinados a combatir a los criminales sino a ellos mismos. De esa manera, aunque no sean lo mismo y no tengan una relación orgánica, paradójicamente es su mismo discurso el que permite que ambos fenómenos se identifiquen.

Al mismo tiempo, un movimiento social como el de López Obrador, que desconoce a las instituciones, que apuesta a la desestabilización y se mueve en el límite de la legalidad, que no condena abiertamente al narcotráfico ni apoya la lucha en su contra, con el argumento de que el gobierno no es legítimo, construye una magnífica coartada, política e ideológica, para el desarrollo del crimen organizado. Unos y otros, los grupos armados y el lopezobradorismo tendrían que ser los primeros en deslindarse de estos hechos y de estas acciones. La tentación de la violencia por parte de grupos políticos es la mejor cobertura que pueden tener los narcotraficantes. Y en la lógica de acciones como las de Morelia, la sociedad terminará identificando a unos con otros, aunque no sean lo mismo.

Para las autoridades debe haber absoluta claridad sobre el enemigo que están enfrentando y las tácticas para combatirlo: la idea de que enfrentan una guerra de guerrillas sin sustento ideológico, de acciones terroristas que buscan intimidar para tener mayores espacios, debe estar en el corazón de cualquier estrategia. Y, como en todo enfrentamiento de estas características, deberían recordar que es el hombre, la política, la que dirige el arma, y no al contrario.